martes, 18 de noviembre de 2014

La democracia sobornada

Leyendo un artículo de Gabriel Albiac en ABC («La corrupción constituyente») sobre la división de poderes y la corrupción, me topé con una ingeniosa frase que define a la perfección la principal característica de cualquier democracia:
«La democracia se asienta sobre la desconfianza esencial que deriva de un principio básico: todo poder que no sea contrapesado tenderá a erigirse en absoluto».
Los tres poderes clásicos de la democracia
Inmediatamente, me asaltó una pregunta: ¿qué contrapeso hay hoy a esos poderes que ejercen su influencia (cada vez mayor) al margen de los tres poderes clásicos de la democracia? ¿Qué contrapeso puede ejercer cualquier democracia ante instituciones ajenas como el FMI, que no sólo influyen en ella, sino que incluso pueden ser capaces de hacerla irreconocible? ¿Qué contrapeso puede ejercer cualquier democracia ante esos intereses económicos -supranacionales o mucho más particulares- que tantas veces acaban por someterla? ¿No estaremos ya ante poderes erigidos en absolutos por no haber existido contrapesos que lo evitaran?

Uno de los principales fallos (y así lo argumenta también Gabriel Albiac) que se le achacan a la democracia española es el déficit de independencia del poder judicial respecto a los otros dos poderes; estaríamos así ante un fallo interno del propio sistema achacable a decisiones de los otros dos poderes. El fallo, por lo tanto, sería subsanable con otras decisiones en sentido contrario. Yendo a lo concreto, el fallo está, según estas teorías ampliamente aceptadas en determinados sectores, en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985; la solución pasaría, por lo tanto, por una simple reforma legislativa.

Con esta simplificación del problema se matan dos pájaros de un tiro: los responsables de la corrupción española son los socialistas (así lo afirma rotundamente el propio Gabriel Albiac: «la fórmula de Montesquieu que tanto irritaba a los socialistas españoles de la transición» tuvo como consecuencia la promulgación de esa Ley Orgánica) y la solución la puede dar el propio sistema actual con una mínima modificación legislativa.

Sin restar importancia a una posible modificación de dicha Ley Orgánica que pudiera dar una mayor independencia al poder judicial (o, mejor dicho, a determinados órganos de dicho poder), no parece que la realidad confirme que la corrupción generalizada que vive nuestro país provenga de una deficiente configuración de ese pilar de la democracia; de hecho, es este poder el que está poniendo a los corruptos de los otros poderes en el lugar que les corresponde. O, lo que es lo mismo, el poder judicial sí cumple su función (controlar que los otros dos poderes se ajusten a la ley) cuando conoce los hechos; lo que sí confirma la realidad, en cambio, es que -además de otras cuestiones- el poder judicial tarda demasiado tiempo en conocer los hechos, y eso es algo que no va a arreglarse con una modificación -ni profunda ni superficial- de una Ley Orgánica.

De los tres poderes del Estado, el verdadero eslabón débil es el poder ejecutivo; no respecto a los otros dos poderes clásicos de la democracia, sino respecto a los poderes ajenos a la misma. Y ahí es donde reside el verdadero problema de la corrupción que está destruyendo al actual sistema democrático: el eslabón débil del sistema puede ejercer de contrapeso respecto a los otros dos poderes, pero ninguno de los tres tiene capacidad (no se le reconoce en la concepción clásica de la democracia) para contrapesar a poderes ajenos al propio sistema. Y la realidad nos demuestra que es ése (el poder ejecutivo, no el poder judicial) el que cede una y otra vez a los factores externos al sistema democrático.

Algunas democracias, tan representativas como la estadounidense (tan en boca de muchos como ejemplo de buen sistema democrático), han acabado por transigir ante esa debilidad y han legalizado e institucionalizado los sobornos empresariales a los poderes ejecutivo y legislativo bajo una definición amplia de la financiación de campañas electorales; lejos de impedir que los sistemas ajenos al democrático puedan manipular y tergiversar la esencia misma de la democracia (la voluntad del pueblo en contraposición a la voluntad de una oligarquía), la solución adoptada por algunas democracias ha sido, simplemente, publicar quién y cuánto ha sobornado a cada político en cada campaña electoral. Es decir: se ha optado por integrar dentro del sistema democrático a otros sistemas que no se rigen por las normas democráticas. En otras palabras: se han introducido agentes externos en un cuerpo sin que ambos sean compatibles entre sí; lo que vendría a ser un virus.

Actual correlación de poderes que influyen en el sistema democrático
Como decía, lo que la realidad nos está demostrando es que la corrupción se produce en la confluencia de dos sistemas que se rigen por normas totalmente distintas y, en muchas ocasiones, incompatibles entre sí; al menos en el ámbito nacional (referido al conjunto de las administraciones de nuestro propio país), son los partidos políticos -consciente o inconscientemente- los que facilitan la transmisión de conductas corruptas hacia los poderes ejecutivo y, en menor medida, legislativo.

La inmensa mayoría de las tramas de corrupción que han salido a la luz durante estos últimos años han utilizado este sistema para llegar al corazón mismo del poder ejecutivo de ámbito autonómico y nacional; en el ámbito local, en cambio, se han utilizado indistintamente tanto esta vía indirecta para acceder al poder ejecutivo (alcaldes y concejales) como la directa (sin pasar por los partidos políticos).

La rígida estructura de los partidos políticos españoles, que, seguramente por razones históricas, han buscado más la estabilidad interna que la transparencia y la apertura hacia el exterior, ha permitido grandes concentraciones de poder en grupos muy reducidos de personas, que por lo general ejercían (y ejercen todavía) ese poder tanto hacia dentro del partido como hacia fuera (los presidentes o los secretarios generales de PP y de PSOE, respectivamente, han sido habitualmente los candidatos a presidentes o a alcaldes de sus respectivos partidos); al tratarse de grupos tan reducidos, el trasiego de cargos con duplicidad de funciones (en los partidos y en los poderes ejecutivo y legislativo) ha permitido que lo que podrían haber sido -recordemos que la financiación ilegal de los partidos políticos no es ni tan siquiera delito en nuestro país- simples ilícitos económicos de ámbito privado (entre una empresa y otra entidad privada) han acabado deviniendo en auténticos saqueos de las arcas públicas.

La red Gürtel, por ejemplo, empezó organizando actos electorales para el Partido Popular valenciano y acabó recibiendo contratos públicos de la misma Generalitat Valenciana, ampliando sus tentáculos de corrupción hasta Madrid; eso no hubiese sido posible si las mismas personas que contrataron para el PP los servicios de las empresas de la red corrupta no hubiesen sido al mismo tiempo diputados en el Congreso o en las Cortes Valencianas o consejeros y altos cargos de la propia Generalitat.

Esa concentración de poder en grupos reducidos de personas se traduce, una vez iniciadas las prácticas ilícitas, en una traba a la hora de denunciar los hechos y que éstos lleguen al poder judicial; por un lado, los funcionarios que puedan intuir la comisión de cualquier delito prefieren mirar hacia otra parte y conocer cuanto menos mejor de los asuntos turbios de sus superiores, a quienes saben capaces, con la aquiescencia de buena parte de la sociedad -que se fía antes de los suyos que de un funcionario vividor-, de apartarles de su puesto o incluso de arruinarles la vida si ponen trabas a las actuaciones corruptas. Y, por otra parte, la prensa silenciosa, que ha entrado -por necesidades económicas- en un círculo vicioso que ha llevado a la profesión a ser una de las peor valoradas: los grandes financiadores de los partidos políticos son a su vez los grandes financiadores -a través de la publicidad, principalmente- de las editoriales periodísticas, y morder a quien te da de comer es poco recomendable. Yo mismo he sido testigo de los silencios cómplices de accidentes laborales con resultado de muerte en empresas que financian a radios y periódicos locales: aquel accidente laboral nunca ocurrió. Si incidentes de esta gravedad son ocultados por la prensa, qué no ocultarán los medios cuando conozcan de algún pequeño delito de corrupción en el que esté implicada una empresa que les financia o algún político con influencias sobre dicha empresa (y aquí habría que incluir también a los propios partidos políticos como financiadores: pensemos por un momento qué puede hacer un medio sin los recursos de la Cadena SER ante el boicot del propio Partido Popular tras destapar esa emisora de radio varios asuntos turbios de sus dirigentes).

Amordazados tanto el cuarto poder como la fiscalización de los empleados públicos (a quienes, además, se les quiere eliminar por completo esa función de fiscalización, sólo posible a través de su protección laboral frente a las arbitrariedades interesadas de sus jefes), el conocimiento de posibles delitos por parte del poder judicial se ralentiza considerablemente o, incluso, se anula por completo.

El sistema democrático clásico, como cualquier otro sistema, ha de tomar como base teórica un determinado estado de las cosas que le rodean y que puedan influir en él; llamémosle estado de reposo, estado perfecto o estado ideal. Los actores del sistema (como las partículas y las fuerzas en un sistema físico) interactúan con el sistema, cada cual empujando en una dirección; en ese sistema democrático perfecto, unos actores se anulan a otros, de forma que el resultado final siempre tiende hacia ese estado de reposo (el sistema se ha creado para que así sea). El problema surge cuando el sistema teórico y el sistema real discrepan: es necesario replantearse y mejorar el marco teórico para descubrir y corregir los desequilibrios o hay que aplicar medidas correctoras al sistema real para que vuelva hacia el estado de reposo que, según la teoría, lo hace estable.

El problema actual (y esto es algo normal en sistemas en los que existen factores -filias, fobias, prejuicios, simpatías, sentimientos...- que no pueden determinarse en la implementación teórica) es que las discrepancias entre el marco teórico y la realidad son cada vez más amplias: los sistemas de control y de contrapeso existentes en la teoría actual no parecen ser capaces de cerrar esa brecha que se ha abierto, al tiempo que desde dentro del propio sistema hay muchas reticencias para modificar el marco teórico.

Determinados factores externos al propio sistema democrático, que debían quedar integrados en el mismo según el marco teórico vigente, han conseguido escapar, al menos parcialmente (FMI, paraísos fiscales, globalización financiera...), a las reglas que rigen la democracia; lo que debería ser un subsistema o un subconjunto del sistema democrático ha conseguido -muchas veces con el beneplácito de éste- regirse en parte (una parte cada vez mayor) por otras reglas totalmente distintas, al tiempo que su interacción con la democracia se ha mantenido intacta. Podríamos hablar de la escisión de una parte del marco teórico (para crear otro independiente) que sigue interactuando con la realidad democrática, pero con sus propias reglas; un sistema, en definitiva, intrusivo, puesto que intenta modificar las estructuras internas de los sistemas democráticos para adaptarlas a su propio marco teórico (y éste, por supuesto, no puede ser modificado por ningún otro sistema).

Como decía, ese intrusismo ejercido por el sistema económico está utilizando intensivamente al eslabón débil del sistema democrático (el poder ejecutivo) para conseguir sus fines; la actuación de otro de los poderes (el judicial), pese a la parálisis del tercero (el legislativo, influenciado y anulado en exceso por el ejecutivo a través de los partidos políticos) y al secuestro del cuarto (los medios de comunicación, más interesados hoy en que funcione bien el sistema económico que en que éste se someta a reglas democráticas), será una condición necesaria, pero no suficiente, para corregir las impredecibles consecuencias de la actual corrosión de las estructuras del sistema democrático. Son urgentes (pese a los mensajes contrarios que se lanzan desde el poder ejecutivo y desde los partidos políticos con capacidad para implementarlas) medidas que contrarresten la corrosión interna que puede derrumbar todo el sistema democrático, que sometan a las mismas reglas a todos los actores que interactúan con los sistemas democráticos y, en definitiva, que puedan ejercer efectivamente de contrapeso a las intrusiones de sistemas que pretenden someter las teorías democráticas a las suyas propias.

Y el primer paso (necesario, pero tampoco suficiente) lo han de dar los propios partidos políticos. Deben someterse, sin excepciones, al escrutinio de la realidad y aceptar que sus estructuras deben cambiar radicalmente para no intoxicar al propio sistema. Deben iniciar, en primer lugar, una modificación de sus estructuras internas para hacerlas mucho más transparentes, de forma que sea perfectamente posible no sólo expulsar a quien colabora con la corrosión del sistema, sino también hacer extremadamente fácil la puesta a disposición del poder judicial de toda conducta sospechosa que pueda ser detectada en el seno del propio partido.

Debe cambiar también el concepto de político que hoy predomina en los principales partidos: nadie es imprescindible para llevar a cabo un proyecto político. La rotación de líderes debe entenderse como algo normal, y debería institucionalizarse a través de normas que obliguen a esa rotación para evitar la perpetuación en el poder de grupos reducidos de personas; lo que debería importar a un partido (y a sus líderes y candidatos) es la posibilidad de llevar a cabo un proyecto político (sea el que sea), no quién lo lleve a buen término.

Otra de las modificaciones urgentes que necesita el sistema es la implementación de un sistema electoral que descarte las actuales listas cerradas y bloqueadas, que hacen que el político se deba antes a unas siglas que a los ciudadanos que le han votado; aunque esa modificación no eliminaría la corrupción, sí evitaría que unos políticos taparan las corruptelas de otros por la sensación de pertenencia a un grupo cerrado. Si al cometer un acto de dudosa legalidad se deben dar las explicaciones a los votantes, y no a los aparatos de un partido, esas negativas a dimitir que tanto se dan hoy serían mucho más difíciles de justificar.

Y, por último, pero no por ello menos importante, es necesario implementar los contrapesos necesarios que hagan posible la democratización, o bien de los propios sistemas ajenos al democrático, o bien de la toma de decisiones respecto a asuntos que provienen de esos sistemas; es decir, que todo lo que provenga de sistemas que se rigen por reglas que escapan al sistema democrático debe ser democratizado. Que organismos ajenos al sistema democrático (FMI, mercados financieros desregulados...) tomen decisiones que afecten o puedan afectar directamente al propio sistema, sin que deban responder por dichas decisiones -tengan las consecuencias que tengan- ante nadie, tiene como principal consecuencia que el ciudadano-votante acabe teniendo la sensación (tan real como la que hemos vivido en España estos últimos años) de que votar a un partido político que transige ante estos poderes descontrolados no sirve de nada. Y eso tiene consecuencias gravísimas para el sistema democrático, pues acaba convirtiéndose en una falacia teórica que nada tiene que ver con su aplicación en la vida real.

En definitiva, es urgente y necesario evitar que las injerencias de sistemas externos, regidos por otras reglas completamente distintas -y hasta opuestas- a las del sistema democrático, acaben por convertir la soberanía de las urnas en una simple distracción del pueblo soberano, mientras las decisiones que afectan a ese pueblo se toman en función de la capacidad de soborno -o incluso de extorsión- que puedan tener agentes ajenos a la propia democracia.