martes, 9 de octubre de 2012

España, una, grande y castellana

Decía en mi anterior entrada que España se rompe, si no está rota ya, por la crisis ética (y añadiría que también ideológica) que nos afecta a todos y cada uno de nosotros al haber renunciado, consciente o inconscientemente, a una visión humanista de la realidad y haber optado por guiarnos por criterios puramente economicistas.

España, como unidad política y nacional, se rompe. A marchas forzadas, y en gran parte por la irrupción virulenta de una nueva oleada de genocidio lingüístico. Saben los grandes defensores de la unidad (y de la uniformidad) de España que la principal característica definitoria de un pueblo, lo que hace que un grupo de personas se considere diferente de sus vecinos (sean paisanos o no), es el hecho de entenderse entre sí a través del mismo idioma. Saben muy bien que las otras lenguas españolas son un peligro para esa unidad y para esa uniformidad si empiezan a tomar tanta fuerza como para hacer sombra al castellano; hay que retornar, por lo tanto, a la preeminencia del castellano sobre esas lenguas de segunda.

Quienes hoy alegan derechos individuales vulnerados por imposiciones de lenguas distintas al castellano saben muy bien que están rompiendo el equilibrio existente entre quienes tienen por lengua materna el castellano (obligatorio en todo el Estado y, por lo tanto, una lengua igual de privilegiada que quienes la tienen como propia) y quienes tenemos por lengua materna el valenciano, el gallego o el vasco (restringidas por fronteras administrativas, no obligatorias y, por lo tanto, lenguas igual de segunda que los ciudadanos que las tienen como propias); hasta hace bien poco, se permitía que las políticas lingüísticas autonómicas compensaran esa restricción de derechos de los ciudadanos españoles que tenemos una lengua distinta al castellano, a quienes se nos impone (a unos más gustosamente que a otros, por supuesto) su conocimiento, a través de mecanismos destinados al conocimiento de esas lenguas españolas relegadas durante siglos a papeles secundarios (comunicación privada o literaria) en aras de la unidad y la grandeza de España.

Sí, la imposición del castellano como única lengua oficial y obligatoria no es otra cosa que un instrumento para garantizar la unidad y la grandeza de España, unos conceptos que tienen muy poco que ver con los derechos individuales de los españoles que integramos España; para entendernos: esos conceptos tienen la misma relación con los derechos individuales que la imposición del catalán como lengua vehicular en la enseñanza. Ninguna.

Para no perder la perspectiva sobre las razones por las que el castellano fue durante siglos la única lengua oficial, volvamos unos años atrás, cuando los derechos humanos y los derechos individuales no eran precisamente una preocupación entre los intelectuales de la época:

«Hace ya dos años que en la capital del antiguo principado de Cataluña se celebran juegos florales; y este suceso, por más que no haya merecido ni aplauso ni censura a la prensa literaria de la capital de la monarquía, tiene, en nuestro juicio, no poca importancia, y es muy digno de que se detenga algún tanto la mirada del crítico, para medir el empeño que revela, y gustar los frutos que produce. No son los Juegos florales meros certámenes literarios, ni es el intento de los mantenedores abrir ancho campo a la inspiración poética para que el eco de los aplausos encienda nuevas fantasías, sino que un alto interés se une a su propósito, y el amor patrio santifica a sus ojos sus esfuerzos, que nada menos se intenta que reverdecer los laureles que ciñeron los antiguos poetas de la gloriosa corona de Aragón, y hacer que brote de nuevo en lengua catalana la poderosa inspiración que alberga en su seno el altivo y orgulloso pueblo que fue rey de Italia y señor del Mediterráneo, bajo el cetro de los Pedros y los Alfonsos.

El erudito escritor e inspirado vate que abrió los juegos florales, en su discurso inaugural aduce diferentes argumentos, contestando de antemano a los que intentaran oponerse al pensamiento de restaurar esta poética solemnidad, reivindicando con nobilísimo orgullo sus antiguas glorias, y sentando que en nada se opone el deseo de conocer los hechos pasados, al espíritu moderno que pide la unidad nacional, como base y fundamento de mejor vida y más gloriosos destinos. Creemos como el Sr. Bufarull que en nada perjudica la vida provincial a la vida unitaria, porque no es la unidad política la negación del carácter de los individuos, ni en su nombre puede exigirse el olvido y abjuración de la propia vida, sino que llana de oposiciones y diferencias, en virtud del principio de unidad, se armonizaban a la manera que las diferentes notas y tonos músicos constituyen una sublime unidad bajo las leyes de la armonía. Pero si bien la vida provincial, y aun la municipal, deben gozar de todos sus justos derechos dentro de la unidad de la nación; si bien deben ser aplaudidos y animados los estudios históricos que procuran sacar del olvido hechos y preciadas glorias; si siguiendo el impulso del siglo, dado en demasía a los estudios históricos, no censuramos que los eruditos catalanes recuerden su pasado y estudien su lengua, y quilaten el precio da sus antiguos poetas, y traigan a la memoria, algún tanto olvidadiza de otros pueblos, los beneficios que a la causa de la civilización y de la libertad prestó la antigua corona de Aragón, ninguna relación encontramos entre todos estos argumentos y la verdadera cuestión a que dan margen los juegos florales de Cataluña. Nadie más que nosotros admira la historia catalana, ni nadie repite con mayor respeto los nombres de los Jordis y Masdovelles, ni nadie nos vence en amor a esa lengua catalana que siempre resuena dulcemente en nuestros oídos, y que es lengua digna de estudio; pero si bien creemos que los estudios críticos-eruditos deben ser proseguidos con el ardor con que se empeñan en ellos los Bufarulls, Milá, Cutchet, Balaguer y otros escritores catalanes, no juzgamos que la restauración de los juegos florales sea conveniente ni aun a las mismas letras catalanas, en cuya honra se instituyeron.

¿Qué se propone el moderno Consistorio? ¿Renovar el antiguo espíritu de la Corona de Aragón? Dícenos que no es tal su propósito; pues si tal no se propone, la institución es inútil, porque no hay literatura digna de este nombre, que no sea la expresión de una idea, de una civilización, del espíritu de un pueblo; que no es la poesía, vano y pueril engendro del artificio y vanidad del rimador, sino que brota viva y animada del seno de aquel que siente en el latir de su corazón los desoíos de su pueblo, que mira en sus lágrimas las lágrimas de sus contemporáneos, y a quien revela el palpitar de su cerebro el pensamiento de su siglo. Homero, es la heroica guerra; Dante, el dolor y la esperanza de la edad media; el Romancero castellano, la vida del pueblo que regían los Alfonsos y Fernandos; Calderón, la esencia de la vida del pueblo español, y Víctor Hugo, el deseo, inquieto, y la fiebre de las generaciones, que sintiendo aun los últimos ecos de una gigantesca revolución miraban ya los anuncios de otra nueva, que solicitaba su amor con dulcísimas promesas, y para llegar á ella, evocaba las fuerzas todas del espíritu del hombre.

Y si este es el carácter de la poesía, y la estética lo dice y la historia lo confirma, ¿qué significación puede alcanzar la literatura que brote al calor de los juegos florales de Barcelona? No quedan más que dos caminos a los poetas que acudan a su llamamiento: o cantar la nacionalidad catalana, lamentando su ruina y esperando días de restauración, o siguiendo los pasos de los trovadores catalanes del siglo xv, imitar y parafrasear sus cantos, ayudados de las eruditas investigaciones que se hagan en archivos y bibliotecas.

Y aun aceptadas estas tendencias, aun concediendo que sean legítimas a los ojos de la crítica literaria, ¿es posible que los poetas catalanes continúen la tradición poética del siglo de oro de las letras catalanas? No, porque la literatura catalana, por efecto de las condiciones históricas de aquel pueblo, no tiene tradición poética, carece de arte, en el sentido que decimos arte español o arte italiano, o arte alemán». El Contemporáneo (Madrid) del 24 de enero de 1861.

«Abogar tan calurosamente como algunos lo hacen por la completa autonomía literaria de Cataluña nos parece declararse partidarios decididos del predominio de la provincia sobre la nación, del municipio sobre la provincia, del interés individual sobre el interés colectivo. Esto lo creemos no solamente irrealizable, sino desatinado al mismo tiempo. La historia nos ofrece abundantes ejemplos de la manera desastrosa e inevitable cómo acaban los estados pequeños. Las reducidas repúblicas de Grecia, avasalladas; las turbulentas de la Italia de la Edad Media pereciendo faltas de ciudadanos; hoy por hoy, las ricas y florecientes ciudades anseáticas de Alemania absorbidas por un estado poderoso, ¿no son argumentos bastante persuasivos todavía para los ilusos que sueñan con estados de corta extensión y con lengua propia? ¿No bastan a convencerles de que su bello ideal es imposible y, caso de no serlo, fatal para los ciudadanos? Pero, aparte de esa, por demás gravísima consideración, hay otra enteramente literaria que merece bien ser atendida. Supongámonos toda España dividida por un instante en varias provincias cada una con un dialecto propio. ¿No se ve, desde el pronto, el gran número de idiomas que sería necesario conocer para entendernos unos con otros? ¿Cómo traducir bien lo que en cualquiera de ellos se escribiera a menos de no conocerlo tan perfectamente como la lengua patria? ¿No se ve cómo reaparece el antiguo inconveniente de tener que estudiar forzosamente una lengua extraña, sólo que en vez de ser una serían muchas? ¿Cómo comprender la dificultad de escribir bien en la lengua nacional cuando se encuentra preferible estudiar otras más difíciles? ¿Qué decir de eso?

Ya es hora de manifestar sin embozos nuestra opinión sobre el particular. Nosotros comprendemos un renacimiento como el del paganismo, como el de las artes, el de las ciencias, el de la filosofía, pero creemos erradísimo el restablecimiento de dialectos moribundos, dando vida nueva a las apagadas disensiones provinciales y hasta, parece increíble, fomentando los odios no extinguidos entre poblaciones que hablan la misma lengua. Si esta es la misión de la restauración literaria de Cataluña, desde luego encontramos motivo de desavenencia con ella y nos declaramos sus adversarios decididos. Mejor que semejante juventud repetida, preferimos resueltamente una vejez tranquila». El Lloyd español del 27 de septiembre de 1866.

No son muy diferentes los argumentos de hace 150 años en los periódicos madrileños de los argumentos actuales; simplemente se han adaptado a la individualidad (aunque sería mejor decir individualismo) que nos invade hoy, sustituyendo el concepto de unidad nacional (aunque algunos lo siguen manteniendo incluso hoy) por el de la libertad de elección individual. Cualquier muestra de fortaleza del catalán respecto al castellano es vista con recelo (y después con desprecio) desde Madrid: la unidad nacional, la España una, la España grande, no puede ser tan libre como para aceptar tamaña osadía. Sin una España castellana no hay ni España una ni España grande. España es castellana o no es.

Como hemos visto en los textos transcritos, un certamen en el cual se excluía el castellano no podía ser aceptable, ni tan siquiera en el ámbito literario (en Valencia, al año siguiente, nacerían también sus propios Juegos Florales, pero con premios también para obras en castellano: aquel certamen fue mucho más alabado que criticado por los intelectuales castellanohablantes); la exclusión de la lengua imperial no podía tener otro significado (lo tuviese o no hace 150 años) que conseguir espurios intereses políticos: la disolución de la unidad de España. Madrid tenía miedo en 1861 y lo sigue teniendo hoy. Porque sabían que la lengua es la principal característica de la distinción de un pueblo; y porque hoy lo siguen sabiendo.

«Viviendo hace siglos la lengua catalana en forzado maridaje con la de Castilla, sirviendo la lengua Española de base a la instrucción primaria y superior en las escuelas y universidades, relegada la catalana al olvido en los actos solemnes y públicos, y sirviendo sólo para la satisfacción de las usuales necesidades de la vida y del comercio íntimo y doméstico del pueblo, era natural que perdiera sus calidades literarias, degenerando su sintaxis y estragándose su prosodia y ortografía». Revista Hispano-Americana (Madrid) del 12 de enero de 1866.

Aquel desprecio hacia la lengua que hablaban los catalanes, a la que se le quería negar incluso la posibilidad de celebrar certámenes literarios al margen de la lengua patria (el castellano), fue el germen del independentismo; si a mediados del siglo XIX podía existir algún sector minoritario con pretensiones secesionistas, aquel sentimiento de marginación absoluta fue alimentando lo que, aprovechando la desaparición de la España imperial con la pérdida de Cuba en 1898, estallaría a principios del siglo XX. Durante todo el tramo final del siglo anterior se siguieron criticando los Juegos Florales barceloneses por excluir al castellano, lo cual no sólo no achantó a los intelectuales catalanes, sino que, además de iniciarse la regulación gramatical y ortográfica del catalán, empezaron a ver la luz publicaciones íntegramente en aquella lengua; la revista satírica ¡Cu-Cut! empezó a publicar chistes sobre la pérdida del estatus de imperio de aquella España soberbia que había estado despreciando el dialecto catalán, al tiempo que otras publicaciones como La Veu de Catalunya (diario publicado por primera vez en 1880, aunque clausurado durante 19 años tras editarse apenas 30 números) venían sirviendo de altavoz de aquel, entonces ya sí, movimiento independentista catalán.

La cuestión económica no fue la principal causa de esa deriva secesionista de Cataluña, como podría esperarse según los tópicos, pero sí contribuyó a la causa independentista: en 1899, tras la presentación de los presupuestos españoles para su aprobación, los brutales incrementos de impuestos para sufragar los costes de la fracasada empresa imperialista española iniciaron el discurso de los agravios comparativos: a los comercios e industrias de Barcelona se les impusieron unos impuestos mucho más altos que a los de Madrid, por lo que muchas industrias optaron por no pagarlos y los comercios, mediante una acción concertada, decidieron cerrar y darse de baja para no incurrir así en las multas aparejadas al impago de los impuestos.

Pero no fue en realidad hasta 1905 cuando el independentismo (hasta entonces modulado a través de proyectos aislados de federalistas, de regeneracionistas o de regionalistas) toma su plena razón de ser. El 25 de noviembre, los militares entran en la redacción de la revista ¡Cu-Cut! por la viñeta que se incluye un poco más arriba (el “Banquet de la Victoria” al que se refiere la misma fue la celebración de la Lliga Regionalista –uno de los partidos independentistas– por su triunfo en las elecciones municipales de Barcelona) y la queman (la publicación sería suspendida varios meses), destruyendo además la de La Veu de Catalunya (altavoz de la Lliga Regionalista) y varias imprentas; el Gobierno dio aun más poderes, a través de la Ley de Jurisdicciones, al ejército para juzgar por sí mismos todo aquello que pudiese suponer un ataque a la unidad nacional o al honor de ellos mismos. Todos los proyectos políticos catalanes que exigían una mayor descentralización o una regeneración de la política se unieron bajo el nombre de Solidaridad Catalana al considerar que aquella restricción de las libertades atentaba especialmente contra las regiones menos dispuestas a mantener el estado centralista y represor que había venido funcionando hasta entonces; esta coalición consiguió llevarse 41 de los 44 diputados catalanes al Congreso de los Diputados en las elecciones de 1907, anulando de esa forma el caciquismo imperante (en otras regiones, como la valenciana, también surgió la coalición Solidaridad Valenciana, aunque con escaso éxito). Pero aquella unión duró muy poco y el independentismo, aunque latente, no volvió a resurgir con fuerza hasta la II República, régimen que todos sabemos cómo se lo quitaron de encima los defensores de la unidad, la grandeza y… la mano dura.

Conocedores del descrédito que la dictadura franquista conllevó sobre ese concepto patriótico de la España una, grande y libre, es difícil hoy encontrar a españoles que hablen abiertamente de esas tres características que configuran la España conceptual que ellos mismos desean; establecida y aceptada por los poderes del antiguo régimen una Constitución descentralizadora e incluso reconocidas en la misma las diversas nacionalidades que integran España, la sola idea de salirse de las líneas marcadas en nuestra Carta Magna parece producirles a los más conservadores un vértigo completamente irracional, por lo que, ante esa actitud de conservación de lo ya establecido, debían adaptarse los discursos de esa España única, grandiosa y libre a la nueva realidad.

Estos nuevos discursos debían aceptar la oficialidad (eso sí, secundaria) de otras lenguas distintas al castellano; sabedores de que instituir a la lengua castellana como única lengua de obligado conocimiento por todos los españoles era una garantía de la unidad política (fiel reflejo de la unidad lingüística caracterizadora de la identidad de los pueblos), permitieron –no sin sonados, aunque minoritarios, pronunciamientos en contra– a los gobiernos regionales establecer una serie de políticas lingüísticas que compensaran en cierta manera (y con ciertos límites) aquella herramienta de uniformización nacional. Era el momento de predicar un supuesto bilingüismo social perfecto, sabedores de la imposibilidad real de llegar a ese idílico estatus lingüístico cuando hay una lengua obligatoria y otra que no lo es.

Pero este idílico bilingüismo fue aceptado por unos y por otros; por los nacionalistas españoles porque sabían que se trataba de una falacia sin capacidad real de variar la preeminencia del castellano sobre las lenguas regionales, y por los nacionalistas regionales porque el reconocimiento de la oficialidad de unas lenguas relegadas durante casi tres siglos a las relaciones familiares o la literatura ya era un triunfo, y tiempo habría de plantear otras posibilidades.

Mal que bien, las comunidades autónomas que tenían una lengua oficial compartida con el castellano fueron creando, unas con más empeño que otras, unas señas de identidad propias con su lengua como principal distintivo; y llegó el momento de plantear esas otras posibilidades que no se llegaron a plasmar al arrancar nuestra democracia para equiparar las obligaciones de los ciudadanos castellanohablantes que residían en comunidades autónomas con dos lenguas oficiales con las obligaciones que ya teníamos los no castellanohablantes: el deber de conocer las dos lenguas oficiales, y no sólo el castellano. Fue Cataluña con su nuevo Estatuto la que realizó el planteamiento, pero el Tribunal Constitucional declaró que era inconstitucional exigir a los castellanohablantes el conocimiento de otra lengua distinta al castellano: se institucionalizaban así de forma permanente las superiores obligaciones de los españoles que hubiesen tenido la desgracia de haber nacido con una lengua materna (aunque española y oficial) distinta del castellano.

El Tribunal Constitucional consagró que la unidad de España, implementada a través de la imposición de una única lengua oficial a todos los ciudadanos, era un valor superior al de cualquier otro derecho individual; a continuación, y siguiendo ese mismo planteamiento de otorgar una especie de derecho absoluto, por encima de cualquier derecho fundamental, a la unidad de España, el Tribunal Supremo dio por finalizada la normalización lingüística del catalán en Cataluña y, en consecuencia, prohibió en firme que la enseñanza se impartiese exclusivamente en catalán al considerar que con ello se vulneraban los derechos fundamentales de los castellanohablantes.

Pero esta vía de descrédito de las lenguas regionales y su consecuente reflejo en los inferiores derechos y superiores deberes de quienes las tienen como maternas no eran suficientes; el caso de la división del vasco no me es tan familiar, pero en el caso de la división del catalán sí puede comprobarse cómo la artificial segregación lingüística entre las comunidades catalana y valenciana fue una invención castellana para evitar que el hermanamiento lingüístico de dos comunidades autónomas limítrofes pudiesen llegar a suponer un nuevo peligro para la España una y grande de quienes seguían añorando las pasadas épocas imperiales de nuestro país. Divide y vencerás.

Sin el recelo de Valencia por la superioridad perdida siglos atrás frente a Barcelona, que hizo que la capital de la actual Comunidad Valenciana se haya mostrado siempre más complaciente y receptiva con la lejana Madrid que con nuestros propios vecinos, no hubiese sido posible ese intento de secesión lingüística; pero las vísceras del poder no atienden a razones lingüísticas.

No encontraremos en las viejas hemerotecas ninguna referencia a la lengua valenciana más que después de haberse inaugurado y afianzado los Juegos Florales de Barcelona, y aun así las primeras referencias que encontraremos son a una lengua valenciana lemosina, citándose un texto de 1546 (sirvan también como ejemplos los artículos sobre Teodoro Llorente incluidos en esta revista de 1885, o en esta de 1894), mientras que en las revistas culturales (el enlace corresponde a una de 1877) no se hacía distinción entre el catalán y el valenciano.

No es hasta 1907, tras el surgimiento de los regionalistas o autonomistas catalanes y valencianos organizados en las llamadas Solidaridad catalana y Solidaridad valenciana que hemos citado antes, cuando encontramos los primeros conflictos catalanófobos (aun poco que ver con cuestiones idiomáticas y mucho con la cuestión portuaria que venía arrastrándose durante siglos) en algunos sectores de la capital valenciana; en El País del 29 de junio de 1907 encontramos el siguiente texto, extraído del diario valenciano El Pueblo:

«El Pueblo, de Valencia, publica esta especie de proclama, muy interesante para conocer la opinión de la Unión Republicana valenciana:

«A la opinión:

Pasado mañana llegará a Valencia en el barco «Brasileño», la expedición catalanista, provocadora, perturbadora, que trata de alterar la paz en nuestra ciudad.

Vienen los catalanistas como conquistadores, como vencedores, a imponer su criterio, a imponer su fuerza, como si los valencianos fuésemos idiotas, como si esta población no conociese sus intenciones.

Los catalanistas son los culpables de la angustia económica de Valencia, víctima de sus manejos, de sus aranceles, víctima de su valimiento en Madrid.

Cataluña es la explotadora de toda España, y trata de imponer su hegemonía con la estúpida presunción de que pertenece a una raza superior, como si el resto de la nación fuese detritus despreciable.

Los productos catalanes entran en nuestra ciudad libres de todo gravamen, y en cambio la fruta valenciana está sometida a un fuerte impuesto de Consumos en Barcelona.

Si hay miseria en nuestro puerto; si hay allí miles de obreros en forzosa huelga, con hambre y horribles privaciones en los hogares se debe a Barcelona, a Cataluña, que con sus aranceles proteccionistas, impuestos al gobierno por todos los medios, ha destruido el comercio de exportación y los frutos se agostan en los campos y no amarran barcos en nuestra dársena porque Valencia no puede exportar sus vinos, ni sus cosechas de naranja, cebolla, pasa, etc., etc.

Cataluña es el patíbulo de la agricultura valenciana; sus intereses son antagónicos a los nuestros y sin sus imposiciones egoístas de toda la región valenciana viviría en plena prosperidad.

El «Brasileño» traerá el sábado gran número de verdugos catalanistas, que no contentos con habernos arruinado, tratan de mofársenos, de escupir sobre la inmensa tumba de nuestra agricultura.

Su presencia en nuestra ciudad representará un grotesco espectáculo que por nuestra honra debemos impedir.

Esa caravana de explotadores, de enemigos de Valencia, cuenta con la cobardía de los valencianos para desembarcar, y así lo proclaman en sus semanarios y en sus periódicos, publicando caricaturas o imbecilidades irónicas que hemos de castigar sin misericordia.

A la opinión nos dirigimos para que responda por la dignidad, por la honra y por los intereses de Valencia.

El partido de Unión irá en masa al Puerto el día 29, por la mañana, para protestar ruidosamente contra el borrón ignominioso que supone esa expedición.

Soportar la entrada de los separatistas sin que la indignación se desborde, sería demostrar que somos unos castrados, unos cobardes»»

Desde los partidos catalanes coaligados en Solidaridad Catalana se arengaba a los partidos y autoridades valencianos a exigir que la lengua valenciana tuviese una mayor relevancia en todo lo público, y más en concreto a instar a que las liturgias se realizaran en la lengua que hablaban los valencianos; como puede verse, no era la cuestión lingüística el problema con Cataluña (problema al que ni tan siquiera se refiere la aguerrida misiva de la Unión Republicana Valenciana), sino el sistema desintegrador de la unidad de España que pretendían los catalanes (además de las más que evidentes muestras de resentimiento y de envidia por la supremacía del puerto de Barcelona sobre el de Valencia).

Es durante esta época cuando Pompeu Fabra está trabajando en la nueva gramática y ortografía catalanas; aunque en los años siguientes pudo intuirse en algunos casos puntuales una cierta tendencia (nunca explícita) a diferenciar la lengua catalana de la valenciana en determinados autores como Vicente Castañeda (todos ellos preocupados por la unidad de España, más que por cuestiones lingüísticas), lo cierto es que la unanimidad respecto a la pertenencia a una misma lengua de los dialectos que se hablaban en Valencia, Cataluña y las Islas Baleares no se puso nunca en cuestión. Como ya se ha mencionado en alguna entrada anterior, las nuevas ortografía y gramática catalanas elaboradas por Pompeu Fabra fueron inicialmente aceptadas en Cataluña, en las Islas Baleares y en la provincia de Castellón y fueron adaptadas en 1932 para dar cabida a la variedad del valenciano de las provincias de Valencia y de Alicante; todas las instituciones culturales de Cataluña, de las Islas Baleares y de Valencia (incluyendo a Lo Rat Penat) aceptaron dichas normas.

Bajo la excusa de contrarrestar la ola de hermanamiento de los territorios de habla catalana surgida en los círculos intelectuales y universitarios valencianos a raíz del libro de Joan Fuster Nosaltres, els valencians, el dirigismo franquista contra al pancatalanismo lingüístico (y, por extensión, también contra el político) inició la ruptura interna de Lo Rat Penat; con el desembarco de socios provenientes de la burguesía franquista castellanizada (un proceso de castellanización que ya llevaba décadas produciéndose, pero que se aceleró aun más durante la dictadura), se fue produciendo una escisión dentro de Lo Rat Penat, sobre todo a partir de la presidencia de Emili Beüt (1972) y del seguidismo interno de las tesis de su amigo Miquel Adlert (quien al inicio de la dictadura ya intentó incluir a la cristiana Acció Valenciana dentro del Movimiento Nacional franquista), que acabó con la salida de la misma de Manuel Sanchís Guarner, de Joan Fuster y de la práctica totalidad de los principales lingüistas que integraron esta asociación cultural durante el franquismo (como afirma la propia asociación en su libro autobiográfico, «en adelante serán constantes las adhesiones de los grupos o personas individuales que se van decantando por el valencianismo y, por la razón contraria, se abrirá un goteo de bajas de socios que no estaban por la nueva situación. En conjunto, suponía una apertura de Lo Rat Penat a sectores más populares de la sociedad, cuyos nuevos socios sustituían a los “notables” que se daban de baja de una entidad que optaba por no permanecer impasible ante el creciente pancatalanismo»).

Sin embargo, en la primera confrontación que trascendió al público en general (con motivo de la redacción en valenciano de la liturgia, en 1974), la secesión lingüística no se produjo en la frontera entre Castellón y Tarragona, sino en la de Castellón con Valencia (la Diócesis de Segorbe mantuvo la redacción propuesta para Cataluña), tal y como ocurriese antes de la adopción inicial de las Normas de Castellón (en 1932) tras la aprobación de las nuevas ortografía y gramática del catalán por parte de Pompeu Fabra.

La conflictividad anticatalanista surgió desde algunos grupos minoritarios y extremadamente violentos (durante los primeros años de la Transición y hasta que el Estatuto fue aprobado definitivamente en el Congreso de los Diputados con las modificaciones exigidas por los sectores minoritarios y más radicales del valencianismo se llegaron a enviar paquetes-bomba –entre otros ataques violentos– a personajes públicos como Joan Fuster o Manuel Sanchís Guarner) y fue parcialmente seguida y aprovechada electoralmente (moderando el radicalismo de otras fuerzas como Unión Regional Valenciana) por la UCD salida del régimen para afianzarse como fuerza política en la Comunidad Valenciana y forzar la modificación del Estatuto valenciano en el Congreso de los Diputados.

Todo se precipitó tras admitirse en la Constitución la oficialidad de las demás lenguas españolas. En mayo de 1979, en Valencia, instituciones como “Lo Rat Penat” o la Junta Coordinadora de Entidades Culturales del Reino de Valencia iniciaron públicamente el discurso de la colonización catalanista cuando el Consejo Preautonómico intentó aprobar como bandera autonómica la bandera de la Corona de Aragón, coincidente con la bandera catalana; esa bandera fue la que se aprobó como símbolo en la primera redacción del Estatuto de Autonomía del País Valenciano, pero el consenso alcanzado fue roto tras las modificaciones al mismo que se introdujeron en el Congreso de los Diputados, fijándose finalmente como bandera autonómica otra con una franja azul (otorgada a la ciudad de Valencia por Pedro el Ceremonioso) y alterándose el nombre de la autonomía por el actual (Comunidad Valenciana).

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El destino final de una corriente ideológica que no aceptaba la unidad nacional de España por convicción («somos valencianos porque somos españoles y somos españoles porque somos valencianos», decían públicamente), sino como mera forma de alejarse a toda costa del fantasmagórico imperialismo catalanista que había de devorar la identidad valenciana, fue el lógico en este tipo de populismos minoritarios: tras unos años de perogrulladas catalanófobas de su diputado por la ciudad de Valencia, Unión Valenciana (heredera del núcleo duro de aquel regionalismo más anticatalán que valencianista, que ya en las primeras elecciones demostró sus filias al coaligarse con la Alianza Popular del ex-ministro franquista Manuel Fraga Iribarne) acabó desintegrándose y siendo asimilada por el Partido Popular.

Eso sí, por el camino consiguieron arrasar con todo amago de pancatalanismo en la ciudad de Valencia, incluyendo a la asociación cultural más prestigiosa de la misma, que en 1979, como colofón y en colaboración con la Academia de Cultura Valenciana (que escribía todos sus artículos en castellano, excepto los de la sección de filología), aprobaría unas nuevas ortografía y gramática de la lengua valenciana para diferenciarla lo máximo posible del catalán; serían las que más tarde se llamarían las Normas del Puig (aprobadas en 1981), muy poco utilizadas incluso entre sus propios firmantes, pero consideradas un hito histórico entre los valencianistas: la ruptura definitiva con las normas ortográficas y gramaticales del catalán y la secesión de hecho de una comunidad lingüística. Los valencianistas de la ciudad de Valencia consiguieron imponer al resto de provincias el dialecto de su ciudad, la bandera de su ciudad y el nombre de su ciudad.

Los peligros de la unión política entre regiones colindantes con un mismo idioma, principal preocupación para la unidad e indivisibilidad de España, parecían haberse neutralizado; los discursos sobre la superioridad lingüística del castellano y el intenso trabajo para la secesión lingüística de comunidades limítrofes habían dado sus frutos. Y así estamos aun hoy.

Así pues, hoy el desequilibrio en favor del castellano y de los castellanohablantes está ya plenamente restablecido, rehabilitándose la unidad y la grandeza de España perdidas por la permisividad que se les había otorgado a los no castellanohablantes; y digo que se ha restablecido la España una y grande, pero no voy a decir que se haya restablecido la España libre, porque yo soy uno de los españoles a quienes las instituciones de mi país me consideran menos libre (con más obligaciones) que un castellanohablante.

Hoy ya pueden decir, de nuevo, que España es una, grande… y castellana.

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