miércoles, 1 de abril de 2009

La espiral salarios-precios como mecanismo contra la deflación

Cuánto habremos oído, durante años, la necesaria contención salarial que siempre se les exige a los sindicatos (es decir, a los trabajadores) a la hora de negociar los incrementos salariales en los convenios colectivos; la razón venía dada por la teoría económica según la cual un incremento de los salarios por encima del IPC (Índice de Precios al Consumo) tendería a elevar más el IPC (al incrementarse los salarios y, en consecuencia, haber más dinero líquido en circulación, habría más demanda de productos, lo que podría crear una escasez de los mismos que incrementaría sus precios, algo que también ocurriría por la vía de compensar el incremento de los costes laborales aumentando el precio final al consumidor). Es lo que se conoce como la espiral salarios-precios.

Hoy se ha conocido el dato adelantado del IPC Armonizado correspondiente a Marzo; el dato (-0,1%) nos mete de lleno en lo que se ha dado en llamar deflación (un descenso de la inflación, o lo que es lo mismo, un descenso de los precios), una palabra maldita entre los economistas dado que indica (según la teoría económica) una parálisis completa de los mercados (la demanda de productos y servicios disminuye al generarse la expectativa de una mayor reducción de precios en el futuro inmediato).

En las teorías económicas se admiten intervenciones externas a los mercados para luchar contra la deflación; estas intervenciones son la bajada de los tipos de interés (algo que están haciendo todos los bancos centrales desde hace unos meses y que conlleva una desincentivación del ahorro –no resulta rentable ahorrar a tipos de interés muy bajos, por lo que el dinero se destina al consumo y se genera así más demanda–), el aumento del gasto público (para compensar la disminución de la demanda privada, algo que también están aplicando numerosos gobiernos a costa de un incremento del déficit o de la deuda pública) y la rebaja de impuestos (que generan mayor disposición de líquido para destinarlo al consumo, aunque también a costa de un mayor endeudamiento público). No entra dentro de la ortodoxia económica, como puede observarse, la lucha contra la deflación a través del aumento de los salarios (que, según esa misma ortodoxia, está demostrado que genera una mayor demanda); la causa es obvia (ante una situación de deflación, los beneficios empresariales disminuyen, lo que, unido a mayores costes laborales, agravarían la situación), pero hay algo que no acaba de cuadrar.

Existe un evidente desequilibrio en las teorías económicas a la hora de tratar los incrementos salariales en épocas de inflación o en épocas de deflación: cuando los beneficios empresariales no son los esperados (es decir, cuando se atraviesa una situación de crisis) es comprensible un llamamiento a la contención salarial para no agravar la situación (el riesgo de cierre empresarial y, en consecuencia, la destrucción de puestos de trabajo, se incrementan). Sin embargo, la ortodoxia económica extiende la contención salarial también a épocas en las que los beneficios empresariales están por encima de lo esperado, en cuyo caso la teoría no acepta ningún tipo de moderación a los beneficios, protegiendo a éstos y prohibiendo su repercusión en los salarios (recordemos que cuando se habla de contención salarial en épocas de grandes beneficios se recurre al control de la inflación para justificar esa moderación, dejando sin embargo plena libertad a la empresa para repercutir en el consumidor el menor beneficio extraordinario que se obtendría al incrementar el gasto en los salarios).

A los sindicatos siempre se les ha presionado en este doble sentido para impedir que sus reivindicaciones pudiesen prosperar, tanto en épocas de bonanza económica como en épocas de crisis; cuando los beneficios son altos, los salarios no pueden incrementarse por encima del IPC para que la empresa no traslade al consumidor ese incremento, y cuando los beneficios disminuyen tampoco pueden incrementarse los salarios porque se pone en riesgo la viabilidad de la empresa. Cuando estamos en una etapa de inflación, los salarios no pueden incrementarse por encima del IPC porque la espiral salarios-precios generaría más inflación; y cuando estamos en una etapa de deflación, los salarios tampoco pueden incrementarse porque la deflación es un indicativo de menores beneficios empresariales futuros.

La actual situación económica ha puesto más de manifiesto que nunca esta doble interpretación de una misma realidad. A la hora de sentar las bases para la negociación de los convenios colectivos, las asociaciones empresariales han echado mano (con el respaldo de la mayor parte de los economistas) de la ortodoxia económica para exigir una contención salarial que impida que los sueldos aumenten más allá del 1%; sin embargo, las organizaciones sindicales han echado mano de la espiral salarios-precios a la que siempre han aludido tanto la patronal como los economistas, exigiendo incrementos salariales superiores al 2% (aunque en casos concretos, como el de SEAT, se pueda optar por la congelación salarial) para mejorar la demanda, puesto que la actual crisis no es de oferta.

Los sindicatos han hecho bien en exponer claramente que si la espiral salarios-precios incrementa la inflación, también ha de tenerse en cuenta como mecanismo para luchar contra la deflación, aun cuando deban estudiarse los casos concretos de empresas con problemas de viabilidad; no es coherente prohibir o exigir la aplicación de un principio económico según si beneficia o no a una de las partes que forman parte de la economía. En cualquier caso, esta postura de los sindicatos es una apuesta de futuro para cuando amaine el actual temporal de la crisis, dado que la negativa a aplicar el principio económico de la espiral salarios-precios para luchar contra la deflación resta credibilidad a las tesis que defienden ese mismo principio para luchar contra la inflación.

Las asociaciones empresariales (y gran parte de los economistas) han argumentado diferentes medidas para salir beneficiados en cuanto a la fijación de los salarios, como que éstos queden referenciados a la productividad marginal del trabajo (con un ritmo de incrementos acumulados mucho menor que el IPC); es completamente lícito buscar los argumentos más beneficiosos para cada cual, pero lo que no se puede hacer es aplicar el IPC para todos los costes e ingresos de la empresa (es el IPC el que se aplica también a los precios finales del producto) y exigir una excepción sólo en unos costes (los laborales). Este recurso a la doble valoración de un mismo hecho (la aplicabilidad o no de un mismo principio económico o la distinta referenciación de uno de los costes empresariales) ha de dejar de ser la tónica habitual de las asociaciones empresariales y de los economistas, y la mejor forma de forzarles a reconocer su doble vara de medir es exponer públicamente las contradicciones en las que incurren para defender sus intereses.

La contención y la moderación debe exigirse, más allá de las teorías económicas, a todos los agentes que forman parte de la economía, puesto que la economía forma parte de la sociedad, que no está conformada sólo por empresas y empresarios, que son (nadie lo pone en duda) uno de los principales motores del bienestar social, pero no el único.